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Imperdible de Sandor Ferenczi (un texto "clasico")

Publicado por Sandor Ferenczi. activado 29 Septiembre 2014

Imperdible de Sandor Ferenczi (un texto "clasico")

Estadios en el desarrollo del sentido

de la realidad. (1913).

Sandor Ferenczi

Freud ha demostrado que el desarrollo de las formas de actividad psíquica propia del individuo consiste en el reemplazamiento del principio de placer que prevalece en el origen y del mecanismo de rechazo que es específico en su adaptación a la realidad, es decir, la prueba de realidad fundada sobre un juicio objetivo. Del estadio psíquico «primario», tal como se manifiesta en las actividades psíquicas de los seres primitivos (animales, salvajes, niños) y en los estados psíquicos primarios (sueño, neurosis, fantasía), va, pues, a surgir el estadio secundario, el del hombre normal en estado de vigilia.

Al comienzo de su desarrollo, el recién nacido intenta obtener la satisfacción mediante la violencia del deseo (representaciones), descuidando (rechazando) simplemente la realidad insatisfactoria para considerar presente la satisfacción deseada, pero ausente; pretende cubrir todas sus necesidades sin esfuerzo mediante alucinaciones positivas y negativas. «Sólo la carencia persistente de la satisfacción esperada, la decepción, origina el abandono de esta tentativa de satisfacción por el sistema alucinatorio. En su lugar, el aparato psíquico debe resolverse a representar el estado real del mundo exterior y a tratar de modificarlo. Aquí se introduce un nuevo principio de la actividad psíquica; lo que estaba representado, no era lo que resultaba agradable, sino lo real, aunque fuera desagradable».

En el importante estudio donde expone este hecho fundamental de la ontogénesis, Freud se limita a distinguir netamente el estadio-placer del estadio-realidad. Se preocupa mucho de los estados intermedios donde coexisten ambos principios de funcionamiento psíquico (fantasía, arte, vida sexual), pero deja sin respuesta la cuestión de si la forma secundaria de la actividad psíquica se desarrolla progresivamente o por etapas a partir de la forma primaria y por otra parte si es posible distinguir tales etapas o de deducir ellas las derivadas en la vida psíquica normal o patológica. En un artículo anterior en el que expone profundos puntos de vista sobre la vida psíquica de los neuróticos obsesivos, Freud atrae nuestra atención sobre un hecho que podríamos situar como punto de partida para intentar llenar el hueco que existe entre estos dos estadios del desarrollo psíquico, el estadio placer y el estadio-realidad.

Los obsesos que se someten a un análisis, pueden leerse en este artículo, reconocen que no pueden deshacerse de su creencia en la omnipotencia de sus pensamientos, de sus sentimientos, de sus deseos buenos o malos. Por muy cultos que sean, y por mucho que se oponga a ello su formación y su razón, tienen el sentimiento que sus deseos se realizan de forma inexplicable. Cualquier analista puede constatar esta situación. El obseso tiene la impresión de que el bienestar, la desgracia de los demás, y hasta su vida y su muerte, dependen de determinadas acciones suyas o procesos de su pensamiento, inofensivos en sí mismos. Se ve obligado a evocar determinadas fórmulas mágicas o a realizar una acción concreta: si no, una enorme desgracia afectará a tal o cual persona (muy a menudo a un pariente próximo). Esta convicción intuitiva supersticiosa no es ni siquiera quebrantada por las repetidas experiencias que la desmienten.

Descartemos por un instante el hecho de que el análisis va a descubrir en este pensamiento y en estos actos obsesivos sustitutos de mociones de deseo perfectamente lógicas, pero rechazadas por intolerables , y concentremos nuestra atención únicamente sobre la fórmula específica en que se presentan tales síntomas obsesivos: debemos admitir que constituyen ya en sí mismos un problema. La experiencia psicoanalítica me ha llevado a considerar este síntoma, el sentimiento de omnipotencia, como una proyección de nuestra percepción de tener que obedecer como esclavos a determinados impulsos irreprimibles. La neurosis obsesiva es un retorno de la vida psíquica a una etapa infantil del desarrollo, caracterizada entre otras cosas por el hecho de que la actividad de inhibición, de actualización y de elaboración del pensamiento, aún no se ha interpuesto entre el deseo y la acción y que el deseo es seguido espontáneamente e infaliblemente por el gesto apropiado para realizarlo: un movimiento para evitar la fuente de desagrado o para acercarse a la fuente de placer.

A consecuencia de una inhibición del desarrollo (fijación), una parte de la vida psíquica del obseso más o menos apartada de su conciencia ha permanecido en esta etapa infantil, según muestra el análisis, y existe la asimilación del deseo y de la acción porque esta parte rechazada de la vida psíquica no ha conseguido aprender, debido al rechazo y a la retirada de la atención, a distinguir ambos procesos; por el contrario, el Yo que ha evolucionado sin rechazo, instruido por la educación y la experiencia, no puede sino sonreír ante tal asimilación. De aquí deriva la discordancia del obseso: la coexistencia inexplicable de la lucidez y de la superstición. Al no haberme satisfecho por completo esta explicación del sentido de omnipotencia como fenómeno auto-simbólico , me he preguntado ¿Cómo tiene el niño la audacia de asimilar pensamiento y acción? ¿De dónde provienen ese gesto espontáneo con el que tiende la mano hacia cualquier objeto, ya sea la lámpara colgada sobre él o la luna que brilla en el firmamento, con la esperanza cierta de alcanzarlas y de apoderarse de ellas mediante este gesto?.

He recordado que el obseso, según la hipótesis de Freud, «reconoce francamente una parte de su antigua megalomanía infantil» en su fantasía de omnipotencia y he intentado buscar el origen de esta ilusión y seguir su trayectoria. He esperado a aprender al mismo tiempo algo nuevo sobre el paso del Yo del principio de placer al principio de realidad, pues me parecía probable que la sustitución, impuesta por la experiencia, de la megalomanía infantil por el reconocimiento del poder de las formaciones de la naturaleza constituía lo esencial del desarrollo del Yo. Freud califica de ficción a una organización que fuera esclava del principio de placer y descuidara la realidad del mundo exterior, aunque, sin embargo, es prácticamente lo que ocurre con el bebé, por poco que se tengan en cuenta los cuidados maternales. Yo añadiría que existe un estado del desarrollo humano que consigue este ideal de un ser humano sometido exclusivamente al placer, y no sólo de la imaginación de forma aproximada, sino en realidad y de manera efectiva.

Pienso en el período de la vida que transcurre en el cuerpo de la madre. Durante esta etapa el ser humano vive como un parásito del cuerpo materno. No existe apenas «un mundo exterior» para el ser naciente; todas sus necesidades de protección, de calor y de alimento, están aseguradas por la madre. Ni siquiera debe realizar el esfuerzo de apoderarse de los alimentos y del oxígeno que necesita, pues mecanismos apropiados se encargan de hacer llegar estas substancias directamente a sus vasos sanguíneos. En comparación, una lombriz intestinal, por ejemplo, debe realizar un gran trabajo, «modificar el mundo exterior» si desea subsistir. La supervivencia del feto, por el contrario, incumbe enteramente a la madre. Así, pues, si el ser humano tiene una vida psíquica, aunque sea inconsciente en el cuerpo materno -y sería absurdo creer que el psiquismo no comienza a funcionar hasta el momento del parto-, debe experimentar, por el hecho de existir, la impresión de ser realmente omnipotente. Porque ¿qué es la omnipotencia? La impresión de tener todo lo que se desea y de no querer nada más. Esto es lo que el feto puede pretender, porque tiene constantemente lo que necesita para satisfacer sus impulsos no desea nada más, se halla desprovisto de necesidades.

La «megalomanía del niño», relativa a su propia omnipotencia, no es, pues, una pura ilusión; el niño y el obseso no piden nada imposible a la realidad, manteniendo tenazmente que sus deseos deben cumplirse con exactitud; no hacen más que exigir el retorno de un estado precedente, el retorno de «los buenos tiempos» en que eran omnipotentes. (Período de la omnipotencia incondicional). Por lo mismo que podemos suponer la transferencia sobre el individuo de los rastros mnésicos de la historia de la especie, e incluso con mayor razón, podemos sostener que las huellas de los procesos psíquicos intrauterinos no permanecen sin influenciar la configuración del material psíquico que se manifiesta tras el nacimiento. El comportamiento del niño inmediatamente después del parto depone en favor de tal continuidad de los procesos psíquicos.

El recién nacido no se adapta de igual forma a esta nueva situación en lo que concieme a sus diferentes necesidades, ya que es para él una fuente de desagrado. Inmediatamente después de la «liberación», comienza a respirar para suplir la ausencia de oxígeno debida a la ligadura del cordón umbilical; la posición de un aparato respiratorio formado en el período intrauterino le permite remediar pronto y activamente la privación de oxígeno. Sin embargo, cuando observamos los demás comportamientos del recién nacido, tenemos la impresión de que no está satisfecho de la brutal perturbación ocasionada en la quietud desprovista de deseos de que gozaba en el seno materno, e incluso de que desea con todas sus fuerzas volver a hallarse en esa situación. La persona que cuida al niño comprende instintivamente este deseo, y en cuanto manifiesta su disgusto mediante gritos y convulsiones, lo coloca en condiciones muy semejantes a las de la situación intrauterina. Lo colocan junto al cuerpo tibio de la madre o lo envuelven en paños cálidos y blandos con objeto de darle la sensación de la cálida protección materna. Protegen sus ojos de los estímulos luminosos y sus orejas del ruido con el fin de permitirle continuar gozando de la ausencia de excitaciones propia del estado fetal, o bien reproducen los estímulos dulces y monótonos que el niño experimentaba en el seno materno (balanceo cuando la madre se mueve, latido cardíaco materno, ruidos apagados que se filtran del exterior), y acunan al niño cantándole nanas con ritmo monótono.

Si tratamos de identificarnos con el recién nacido no sólo en el plano afectivo (como las personas que le cuidan) sino también en el plano del pensamiento, hemos de admitir que los gritos de angustia y la agitación del niño constituyen una reacción aparentemente mal adaptada a la perturbación desagradable aparecida repentinamente, debido al nacimiento, de la situación satisfactoria de la que gozaba hasta entonces. A partir de las reflexiones expuestas por Freud en la parte general de su «Interpretación de los Sueños», podemos suponer que la primera consecuencia de esta perturbación ha sido la regresión alucinatoria del estado de satisfacción perdido: la existencia apacible en la quietud y el calor del cuerpo materno. El primer deseo del niño no puede ser sino retornar a esta situación. Y lo más curioso es que esa alucinación del niño se realiza efectivamente, siempre que uno se ocupe normalmente de él. Pues desde el punto de vista objetivo del niño, la «omnipotencia» incondicional de la que gozaba hasta entonces no se ha modificado más que en la medida en que es preciso traducir lo que desea de modo alucinatorio (representar), pero sin tener nada más que modificar en el mundo exterior para conseguir efectivamente la realización de sus deseos. Al no poseer noción alguna sobre el encadenamiento real de causas y efectos, ni sobre la existencia y actividad de las personas que lo cuidan, el niño llega a sentirse dueño de una fuerza mágica capaz de realizar efectivamente todos sus deseos mediante la sola presentación de su satisfacción. (Período de la omnipotencia alucinatoria mágica).

Se comprueba que las personas encargadas del niño han adivinado perfectamente sus alucinaciones si consideramos el efecto producido por su actividad. Una vez tomadas las medidas elementales, el niño se calma y «se adormece». El primer, sueño no es, pues más que la reproducción exitosa de la situación intrauterina que preserva al máximo de las excitaciones externas, con la probable función biológica de concentrar la totalidad de la energía sobre los procesos de crecimiento y regeneración sin resultar dañado por la realización de una tarea exterior. Consideraciones que no puedo exponer aquí me han convencido de que incluso el sueño ulterior no es sino una regresión periódica y repetida al estadio de la omnipotencia alucinatoria mágica y por este medio a la omnipotencia absoluta de la situación intra-uterina. Según Freud, hay que suponer a todo sistema que vive de acuerdo con el principio de placer, en posesión de mecanismos que le permiten escapar a los estímulos de realidad. Parece ser que el descanso y el sueño son las funciones que utilizan estos mecanismos, o dicho de otra forma, los residuos de la omnipotencia alucinatoria del niño que subsiste en la vida adulta. El equivalente patológico de esta regresión sería la realización alucinatoria de los deseos en las psicosis.

Como el deseo de satisfacciones impulsivas aparece periódicamente sin que el mundo exterior sepa el momento en que el impulso se manifiesta, la representación alucinatoria del cumplimiento del deseo no es suficiente para que realmente se realice tal deseo. Tal realización va unidad a una nueva condición: el niño debe producir determinados signos y en consecuencia efectuar un trabajo motor, aunque sea inadecuado, a fin de que la situación se modifique en el sentido de sus deseos y que la «identidad de representaciones» sea seguida de la "identidad de percepción" satisfactoria. El estadio alucinatorio, se caracterizaba por la aparición de descargas motrices faltas de coordinación (gritos, agitaciones) en el momento en que aparecían afectos desagradables. El niño utiliza ahora éstas como señales mágicas, cuya emisión realiza prontamente la percepción de la satisfacción (gracias, naturalmente, a una ayuda exterior que el niño no sospecha). Lo que el niño siente subjetivamente durante tales procesos se debe parecer bastante a lo que experimenta un verdadero mago que sólo debe hacer un determinado gesto para provocar en el mundo exterior los acontecimientos más complejos.

Señalemos que la omnipotencia del ser humano va unida a «condiciones» cada vez más numerosas a medida que aumenta la complejidad de tales deseos. Muy pronto estas manifestaciones por descarga no bastan para provocar el estado de satisfacción. Los deseos, que adquieren formas cada vez más específicas a medida que el ser se desarrolla, exigen las señales especializadas correspondientes. Son las siguientes: las imitaciones con la boca de los movimientos de succión cuando el bebé desea ser alimentado las manifestaciones características, con ayuda de la voz y de contracciones abdominales, cuando desea ser cambiado de postura. El niño aprende progresivamente a tender la mano hacia los que desea. Resulta de ello un verdadero lenguaje gestual: mediante una combinación apropiada de gestos, es capaz de expresar necesidades muy específicas, que a menudo son efectivamente satisfechas. De manera que el niño, por poco que se atenga a la condición consistente en expresar el deseo mediante los gestos correspondientes, puede continuar creyéndose omnipotente: es el período de la omnipotencia con la ayuda de gestos mágicos.

Este período también tiene su equivalente en patología. El sorprendente salto del mundo del pensamiento al de los procesos somáticos que Freud ha descubierto en la conversión histérica , se aclara si lo concebimos como una regresión al estadio de la magia gestual. En efecto, según el psicoanálisis, las crisis histéricas representan con la ayuda de gestos la realización de los deseos rechazados. En la vida psíquica del individuo normal, los innumerables gestos supersticiosos o pretendidamente eficaces (gestos de maldición, de bendición, manos juntas para rezar, etc), son residuos pertenecientes al período del sentido de realidad en el que aún nos sentimos lo suficientemente poderosos para violar con ayuda de estos gestos anodinos el orden normal del Universo, cuya existencia verdaderamente no sospechamos. Magos, adivinos y magnetizadores aún tienen crédito cuando afirman el poder absoluto de sus gestos. Sin olvidar al napolitano que se protege del mal de ojo mediante un gesto simbólico.

Con el aumento de las necesidades tanto en cantidad como en complejidad van a multiplicarse no sólo las «condiciones» a las que el individuo deberá someterse si desea ver satisfechas sus necesidades, sino también los casos en que sus deseos, progresivamente mayores, no se cumplirán aunque respete escrupulosamente las condiciones que hasta entonces resultaron eficaces. La mano tendida retorna a menudo vacía, el objeto deseado no sigue el gesto mágico. E incluso un poder adverso e invencible puede oponerse por la fuerza a este gesto y obligar a la mano a recuperar su posición anterior. Si hasta entonces el ser «omnipotente» podía sentirse uno con el Universo que le obedecía y respetaba sus signos, poco apoco va a producirse una discordancia dolorosa en el seno de su experiencia. Se ve obligado a distinguir de su Yo las cosas malignas que resisten a su voluntad y que constituyen el mundo exterior, es decir, a separar los contenidos psíquicos subjetivos (sentimientos) de los contenidos objetivos (impresiones sensibles). He denominado antes fase de introyección del psiquismo el primero de estos estadios, en el que todas las experiencias se hallan también ínsitas en el Yo, y fase de proyección, la que le sigue. Según estas terminologías podrían llamarse los estadios de omnipotencia fases de introyección, y el estadio de realidad, fase de proyección del desarrollo del Yo.

Sin embargo, ni siquiera la objetivación del mundo exterior rompe de golpe todos los lazos entre el yo y el no-yo. Es cierto que el niño aprende en seguida a contentarse con disponer sólo de una parte del mundo, el «Yo», mientras que el resto, el mundo exterior, resiste a menudo a sus deseos, pero continúa, sin embargo, atribuyendo al mundo exterior cualidades que ha descubierto en sí mismo, es decir, cualidades del Yo. Todo parece indicar que el niño atraviesa un período animista en su aprehensión de la realidad, período en que el todo se presenta ante él como animado y en el que intenta hallar en todo, sus propios órganos o su funcionamiento.

En cierta ocasión se ha criticado al psicoanálisis diciendo que, según su teoría, el «inconciente» vería en todo objeto convexo un pene y en todo objeto cóncavo una vagina o un ano. A mi parecer, esta proposición define muy bien las cosas. El psiquismo del niño (y la tendencia del insconsciente que subsiste en el adulto) incluye -en lo que concierne al propio cuerpo- un interés primero y exclusivo y más tarde preponderante, por la satisfacción de sus impulsos y por el gozo que le procuran las funciones de excreción y de actividades tales como chupar, comer, tocar las de zonas erógenas. No es nada extraño que su atención sea atraída en primer lugar por las cosas y los procesos del mundo exterior que le recuerdan, debido a un parecido aunque sea lejano, sus más caras experiencias.

De este modo se establecen esas relaciones profundas que persisten durante toda la vida entre el cuerpo humano y el mundo de los objetos, a las llamadas relaciones simbólicas. En este estadio el niño no ve en el mundo más que reproducciones de su corporeidad, y por otra parte, aprende a configurar todas las diversidades del mundo exterior según su cuerpo. Esta actitud para la figuración simbólica representa un perfeccionamiento importante del lenguaje gestual: permite al niño no sólo señalar los deseos que afectan directamente a su cuerpo, sino también expresar otros referidos a la modificación del inundo exterior, reconocido ya como tal. Si el niño es educado con amor, no se ve obligado a abandonar su ilusión de omnipotencia en este estadio. Le basta con figurarse simbólicamente un objeto para que la cosa (a la que considera animada) «venga» efectivamente a él en muchos casos: esto es sin duda la impresión que tiene el niño en esta fase de pensamiento animista cuando sus deseos resultan todavía potencias superiores, «divinas» (madre o nodriza), cuya gracia es preciso ganar para que la satisfacción siga con prontitud al gesto mágico. Sin embargo, la satisfacción se obtiene fácilmente, sobre todo cuando existe un entorno cordial.

Uno de los «medios» físicos utilizados por el niño para representar sus deseos y los objetos que ansía adquiere entonces una importancia particular que va a destacarlo entre los demás modos de representaciones: se trata del lenguaje. En su origen el lenguaje es la imitación, o sea, la reproducción vocal de los sonidos y ruidos producidos por las cosas o que se producen con ellas: la habilidad de los órganos de la fonación permite reproducir una diversidad muy grande de objetos y de procesos del mundo interior, y ello mucho más fácilmente que con el lenguaje gestual. El simbolismo gestual es reemplazado entonces por el simbolismo verbal: determinas series de sonidos son relacionadas estrechamente con cosas y procesos concretos, e incluso son progresivamente identificadas con ellos. Es el punto de partida para un importante progreso: la laboriosa representación en imágenes y la escenificación dramática, más laboriosa aún, se hacen inútiles; la concepción y representación de esa serie de fonemas llamados palabras permiten una versión mucho más económica y precisa de los deseos. Al mismo tiempo simbolismo verbal hace posible el pensamiento consciente en la medida en que, al asociarse a los procesos mentales, en sí mismos inconscientes, les confiere cualidades perceptibles.

El pensamiento consciente mediante signos verbales es, pues, la más importante realización del aparato psíquico, la única que permite la adaptación a la realidad retardando la descarga motriz refleja y la liberación del desagrado. A pesar de todo, el niño llega a preservar en este estadio de su desarrollo su sentimiento de omnipotencia. Los deseos que el concibe en forma de pensamiento son aún tan escasos y tan simples que el entorno preocupado por bienestar del niño consigue adivinar fácilmente la mayoría de ellos. Las mímicas que por lo general acompañan al pensamiento (particularmente en los sueños) facilitan en gran medida a los adultos una especie de lectura de los pensamientos. Y si, además el niño formula sus deseos con palabras, quienes le rodean se apresuran a realizarlos. En cuanto al niño, cree realmente mantener sus poderes mágicos; se halla en el período de los pensamientos y palabras mágicas”. A este estadio del sentido de realidad es al que parecen retornar los neuróticos obsesivos que no pueden desprenderse del sentimiento de omnipotencia de sus deseos o de sus fórmulas verbales y que, como Freud ha mostrado, colocan el pensamiento en el lugar de la acción. En la superstición, la magia y el culto religioso, la fe en el poder irresistible de determinadas plegarias, maldiciones y fórmulas mágicas, que basta con pensar interiormente o pronunciar en alta voz, desempeña un considerable papel.

Esta megalomanía casi incurable del ser humano sólo es desmentida en apariencia por algunos neuróticos cuya búsqueda febril del éxito encubre un sentimiento de inferioridad (Adler), bien conocido por los propios pacientes. En todos los casos de este tipo, el análisis profundo muestra que tales sentimientos de inferioridad, lejos de constituir la explicación última de la neurosis, son reacciones a un sentimiento excesivo de omnipotencia al que este enfermo se halla fijado desde su primera infancia y que, más adelante, le impide soportar tal frustración. La ambición manifiesta de estos sujetos es sólo un "retorno de lo rechazado", una tentativa desesperada de recuperar, modificando el mundo exterior, la omnipotencia de que gozaban al principio sin esfuerzo. Lo repetimos: todos los niños viven en la gozosa ilusión de la omnipotencia de la que efectivamente se beneficiaron antes, aunque no fuera más que en el seno materno. Depende de su "Diamon" y de su "Tyche" el que puedan conservar estos sentimientos de omnipotencia durante toda su vida manteniéndose optimistas, o el que vayan a aumentar el número de pesimistas, que nunca aceptan renunciar a sus deseos inconscientes y racionales, se sienten ofendidos y rechazados por cualquier futilidad, y se consideran como niños desheredados de la fortuna, porque no pueden seguir siendo sus hijos únicos o preferidos.

Sólo cuando el niño está por completo desligado de sus padres en el plano psíquico cesa el reinado del Principio de Placer, dice Freud. Es también en este momento, variable según los casos, cuando el sentimiento de omnipotencia deja paso al pleno reconocimiento del peso de las circunstancias. El sentido de realidad alcanza su apogeo en la ciencia o, por el contrario, la ilusión de omnipotencia cae a su más bajo nivel; la antigua omnipotencia se disuelve entonces en simples "condiciones" (condicionalismo, determinismo). Sin embargo, hallamos en la teoría del libre albedrío una doctrina filosófica optimista que realiza las fantasías de omnipotencia. Reconocer que nuestros deseos y nuestros pensamientos están condicionados significa el máximo de proyección normal, es decir, de objetivación. Sin embargo, existe una enfermedad psíquica, la paranoia, que se caracteriza entre otras cosas porque proyecta hacia el mundo exterior los pensamientos y deseos propios. Parece que se podría situar el momento de esta psicosis en la época de la renuncia definitiva a la omnipotencia, o sea, en la fase de proyección del sentido de la realidad.

Hasta ahora sólo hemos presentado los estadios del desarrollo del sentido de realidad en términos de impulsos egoístas, llamados «impulsos del Yo» que se hallan al servicio de la autoconservación, pero, como Freud afirma, la realidad mantiene relaciones más profundas con el «Yo» que con la sexualidad, por una parte porque ésta es más independiente del mundo exterior (durante mucho tiempo puede satisfacerse de manera autoerótica) y por otra porque se halla reprimida durante el período de latencia y no mantiene ningún contacto con la realidad. La sexualidad permanecería, pues, durante toda la vida más sometida al Principio de placer, mientras que el "Yo" sufriría pronto la más amarga de las decepciones por el desconocimiento de la realidad. Considerando ahora desde el ángulo del desarrollo sexual el sentimiento de omnipotencia que caracteriza el estadio-placer, constatamos que aquí el "período de la omnipotencia condicional" dura hasta el abandono de las formas de satisfacción auto-erótica, mientras en esta época el «Yo» se encuentra adaptado desde hace tiempo a las condiciones cada vez más complejas de la realidad y, tras haber superado los estadios de los gestos y palabras mágicas, ha llegado casi a reconocer la omnipotencia de las fuerzas de la naturaleza.

El auto-erotismo y el narcisismo son, pues, los estadios de la omnipotencia del erotismo; y como el narcisismo subsiste siempre junto al erotismo objetal, puede decirse -en la medida en que uno se limita a amarse a sí mismo- que en materia de amor puede conservarse durante toda la vida la ilusión de omnipotencia. El hecho de que el camino del narcisismo sea al mismo tiempo la vía de regresión que permanece siempre accesible tras cualquier decepción infligida por un objeto amoroso, es de sobra conocido para que tengamos ahora que demostrarlo. En los síntomas de la parafrenia ("Dementia Praecox") y de la histeria, podemos suponer las regresiones auto-erótica y narcisista, mientras que los momentos de fijación de la neurosis obsesiva y de la paranoia los hallaremos probablemente a un determinado nivel del desarrollo de la realidad erótica (necesidad de hallar un objeto). Estas realizaciones, a decir verdad, no han sido aún suficientemente estudiadas para todas las neurosis y en consecuencia debemos conformarnos, en lo que concierne a la elección de la neurosis, con la formalización general de Freud, según la cual el tiempo de perturbación ulterior se determina en función "de la fase de desarrollo del Yo y de la libido en que se produce la inhibición del desarrollo que predispone a ella".

Podemos tratar de completar esta proposición con una segunda. Según nuestra hipótesis, el tenor de los deseos de la neurosis, es decir, los modos y los objetivos eróticos que los síntomas representan como satisfechos, dependen de la fase en que se hallaba el desarrollo de la libido en el momento de la fijación; en cuanto al mecanismo de las neurosis está probablemente determinado por el estadio del desarrollo del Yo en que se hallaba el individuo en el momento de la inhibición que le predispuso. Por lo demás, se puede suponer que el estadio evolutivo del sentido de realidad que dominaba en el momento de la fijación resurge en los mecanismos de Ia fijación de síntomas cuando se opera la regresión de la libido a estadios anteriores. Y como el Yo actual del neurótico no comprende ese modo antiguo de "pruebas de realidad”, nada impide que ésta se ponga al servicio del rechazo y sirva para representar los complejos de pensamientos y de afectos censurados. Según esta concepción, la histeria y la neurosis obsesiva, por ejemplo, estarían caracterizadas, por una parte, por una regresión de la libido a estadios anteriores de la evolución (auto-erotismo, edipismo), y, por otra, en la que concierne a sus mecanismos, por un retorno del sentido de realidad al estadio de los gestos mágicos (conversión) o de los pensamientos mágicos (omnipotencia del pensamiento). Repitámoslo: hay todavía mucho que hacer antes de establecer con certeza los momentos de fijación de todas las neurosis. Con lo que precede he pretendido simplemente indicar una posible solución, y a mi parecer plausible.

Estos ejemplos, que sería fácil multiplicar, apoyan la hipótesis de que la fase de latencia provoca de hecho una inhibición cuanto a lo que suponemos sobre la filogénesis del sentido de realidad, sólo puede hablarse por el momento de profecías científicas. Sin duda se conseguirá un día establecer un paralelismo entre los diferentes estadios evolutivos del Yo, así como entre estos tipos de regresión neurótica, y las etapas recorridas por la historia de la especie humana, del mismo modo que Freud, por ejemplo, ha encontrado en la vida psíquica de los salvajes los rasgos característicos de los neuróticos obsesivos. El desarrollo del sentido de realidad se presenta en general como una serie de avances sucesivos de rechazo, a los que el ser humano se ve obligado por la necesidad, por la frustración que exige la adaptación, y no por "tendencias evolutivas" espontáneas. El primer gran rechazo lo impone el proceso del nacimiento, y con toda certeza se realiza sin colaboración activa y sin «intención» por parte del niño. El feto preferiría permanecer en la quietud del cuerpo materno, pero es arrojado al mundo despiadadamente y debe olvidar (rechazar) sus modos de satisfacción preferidos para adaptarse a otros. El mismo juego cruel se repite en cada nuevo estadio del desarrollo.

Podemos arriesgarnos a lanzar la hipótesis de que son las manifestaciones geológicas de la corteza terrestre y sus catastróficas consecuencias para los antepasados de la especie humana las que han impuesto el rechazo de las costumbres preferidas y han impuesto también «la evolución». Es posible que tales catástrofes hayan constituido momentos de rechazo en la historia de la evolución de la especie, y tanto su intensidad como su localización en el tiempo puedan haber determinado el carácter y las neurosis de la especie. Según una nota del profesor Freud, el carácter de la especie es el precipitado de la historia de la especie. Ya que nos hemos aventurado tanto en el campo de los conocimientos inciertos, no retrocedamos ante una última analogía y situemos la gran erupción del rechazo individual, el período de latencia, en relación con la última y más importante de las catástrofes que se abatieron sobre nuestros antepasados (en una época en que ya había seres humanos sobre la tierra), con la calamidad de la era glacial que aún repetimos fielmente en nuestra vida individual.

Este deseo impetuoso de saberlo todo, que me ha empujado en este último párrafo hacia las fabulosas lejanías del pasado y me ha hecho superar con ayuda de analogías lo que todavía se nos escapa, me hace retornar al punto de partida de estas consideraciones: el problema del apogeo y del declive del sentimiento de omnipotencia. Tal como hemos dicho, la ciencia debe renunciar a esta ilusión, o al menos saber siempre en qué momento penetra en el campo de las hipótesis y de las fantasías. Como revancha, en los cuentos las fantasías de omnipotencia continúan reinando en exclusiva . Allí donde debemos inclinarnos humildemente ante las fuerzas de la naturaleza, el cuento viene en nuestro auxilio con sus temas típicos.

En la realidad, nosotros somos débiles, pero los héroes del cuento serán fuertes e invencibles; estamos limitados por el tiempo y el espacio en nuestra actividad y en nuestro saber: en los cuentos se vive eternamente, se está en mil sitios a la vez, se prevé el provenir y se conoce el pasado. El peso, la dureza y la impenetrabilidad de la materia constituyen en todo momento obstáculos en nuestro camino, pero el hombre, en los cuentos, tiene alas, su mirada atraviesa los muros, su varita mágica le abre todas las puertas. La realidad es un duro combate por la existencia: en el cuento basta con que pronunciemos una palabra mágica: "¡Mesita llénate!" Vivimos en el constante temor de ser atacados por bestias peligrosas o enemigos feroces: el manto mágico del cuento permite todas las transformaciones y nos coloca rápidamente fuera de peligro. Qué difícil es en la realidad conseguir un amor que colme todos nuestros deseos: el héroe del cuento, sin embargo, es irresistible y seduce con un gesto mágico.

De esta manera, el cuento, mediante el que los adultos narran gustosamente a sus hijos sus propios deseos insatisfechos y rechazados, proporciona ciertamente una representación artística extrema de la situación perdida de omnipotencia.

Imperdible de Sandor Ferenczi (un texto "clasico")

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